Aunque las cifras no son exactas, la cifra global de musulmanes en Europa occidental está entre los 15 a 18 millones (3,5% de la población total) con un crecimiento demográfico caracterizado por una elevada tasa de natalidad que llega a una media de 4 hijos por mujer musulmana frente a 1,5 del resto. Entre los países de la UE que sobrepasan el millón de musulmanes están, en cifras aproximadas, Francia (5 millones), Alemania (3,5 millones), Reino Unido (2 millones) e Italia (1 millón). Fuera de la UE tenemos Albania (2,2 millones), la región de Kosovo (1,8 millones) y Bosnia-Herzegovina (1,5 millones). En España las aproximaciones llegan a 1 millón.
Pero quizás sea más significativo el hablar de tantos por ciento que los musulmanes representan en el total de la población, en este aspecto destacan Bulgaria (14%), Francia (9%), Países Bajos (6%), Dinamarca (5%), Austria (4%), Bélgica (4%), Alemania (3,6%) y Suecia (3%). Entre los países que tienen mayoría musulmana están Albania (70%), la región de Kosovo (90%) y BiH (45%). En España la cifra ronda el 2,5%.
Si a esto sumamos los flujos migratorios, la predicción es que para las próximas décadas las cifras continúen aumentando ampliamente, de modo que para 2015 la población musulmana en la UE se duplique respecto a las cifras actuales y que para el 2050 constituirá el 20% de la población total de la UE. El posible ingreso de Turquía aumentaría notablemente los anteriores porcentajes hasta situarlo en un 30%.
Hoy en día, la mayoría de los musulmanes son inmigrantes o hijos de inmigrantes, excepto los autóctonos de la zona sureste de Europa. El proceso migratorio a Europa –no a España- coincidió con el boom económico de los sesenta, y se fundamentó en trabajadores que venían a instalarse en la antigua metrópoli colonial. Así al Reino Unido llegó una mayoría de indo-pakistaníes, a los Países Bajos de Indonesia y a Francia del Magreb; todos se instalaron principalmente en las ciudades con grandes áreas industriales alcanzando niveles adquisitivos muy superiores a las de su país de origen y en muchos casos niveles de seguridad jurídica y física radicalmente superiores a los que estaban acostumbrados. En definitiva obtuvieron bienes tangibles e intangibles que compensaron su desarraigo.
Sin embargo, en la dinámica de la integración en la sociedad europea, considerando la primera generación de inmigrantes como aquella gran ola que llegó a Europa en los años sesenta, la segunda y tercera generación se encuentran al llegar a su juventud en un contexto distinto al de sus padres. Han sido educados y socializados en el país de acogida, por tanto consideran lo ganado por sus progenitores como ya adquirido por derecho y no lo perciben como una ventaja. Sin embargo, sus circunstancias sociales -se enfrentan en general a tasas de fracaso escolar y paro muy superiores a la media de los países de acogida y viven generalmente en las zonas más humildes de las grandes ciudades- se perciben como profundas injusticias sociales achacadas generalmente a su procedencia.
Por tanto el referente de una generación y otra ha cambiado completamente, para la primera generación su punto de partida era la guerra vivida y sufrida en el pueblo de El Khroub en el Atlas argelino y para la siguiente lo es la marginación social en el suburbio parisino de Clichy Sous Bois. Ambos tienen aspiraciones de obtener mejoras en su situación, pero sin embargo hay una gran diferencia: mientras para sus mayores fue inmediato el obtener beneficios al emigrar, para las segundas generaciones es muy difícil medrar en sus sociedades, que muchas veces esperan de ellos que sigan siendo la mano de obra barata y poco preparada necesaria para mantener los servicios menos apetecibles; y esto tiene una única salida, aquí y en Pernambuco, la frustración.
Es en esta situación donde reaparece el fenómeno reislamizador que afecta a la segunda generación, la cual adopta el Islam como seña de identidad y como mecanismo de cohesión de grupo, ante lo que percibe como una sociedad hostil e injusta, de manera que los jóvenes llegan a hacer más ostentación que sus padres de los signos religiosos y a ser más rigurosos en la interpretación de las normas de conducta dictadas por la religión. Y en este mar de descontento, fracaso, marginación, incultura y radicalización es donde a la yihad global le es relativamente fácil coger algunos peces, da lo mismo en Lavapiés o en Irak, la percepción subjetiva de profunda injusticia es la misma.
Pues bien éste es nuestro futuro a 15 años vista, con la ventaja de que como en un cristalino déjà vu, ya lo hemos visto antes en nuestros vecinos. Habrá que pensar seriamente en el asunto de la integración de los inmigrantes musulmanes de segunda generación no como en un eslogan electoral, sino como una prioridad de nuestra seguridad futura.
¡Ah! y de las consecuencias de no hacerlo ya sabíamos mucho en el siglo XI, cabe releer lo hecho por los reyes castellanos -y sus intermediarios diplomáticos como el Conde Sisnando Davídiz [E. García Gómez y Menéndez Pidal, El conde mozárabe Sisnando Davídiz y la política de Alfonso VI con los taifas, «Al-Andalus» XII (1947) ]- en la expansión del Duero al Tajo.
Hay que acabar con la tolerancia a los que predican la guerra santa en las mezquitas españolas, pero también es necesaria la integración de los inmigrantes musulmanes. Las soluciones pasan por atacar a la organización de propaganda y reclutamiento de los terroristas teniendo también en cuenta que el odio se debe combatir eliminando la desesperación en la que se alimenta y además por dotar a Europa de capacidades militares efectivas.
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