Blog de seguridad y defensa

miércoles, 17 de diciembre de 2014

Entre el valor y la deshonra



 
“Sabemos lo que somos, pero no en lo que podemos convertirnos.”

William Shakespeare
Ya han transcurrido dos años desde que el 01 de junio de 2012 el gobierno de España concedió la Cruz Laureada de San Fernando al Regimiento Cazadores de Alcántara nº 14 por su participación en las operaciones de julio de 1921, un tiempo prudencial para reflexionar con honestidad sobre este singular hecho sin interferir con las conmemoraciones y homenajes debidos que durante estos dos años se han prodigado merecidamente. Y deberíamos reflexionar sobre este asunto porque conceder una Laureada noventa y un años después del hecho de armas que lo motivó es un acontecimiento realmente insólito, singular y significativo, que no hace más que subrayar la excepcionalidad en la que aquella actuación heroica del Alcántara se circunscribió: el desastre de Annual.
 
Porque la Laureada concedida al Alcántara y el lúgubre desastre de Annual -con las consecuencias que tuvo en el Ejército, la sociedad y, definitivamente, en la historia española del siglo XX- son dos caras inseparables de una terrible misma moneda. La feliz noticia de la Laureada no puede escamotear a los que hoy conformamos el Ejército el terrible fracaso moral generalizado en el que se circunscribieron los hechos del Alcántara, dotándolos, aún si cabe, de mayor valor e importancia; pero no sería justo -ni aconsejable- pensar que podemos pasar ya la página de los gravísimos hechos ocurridos en las filas del Ejército español durante aquella campaña.
 
Algunas palabras posteriores al desastre, como las de un destacado diputado de la época que afirmó: “estamos en el periodo más agudo de la decadencia española. La campaña de África es el fracaso total, absoluto, sin atenuantes, del Ejército español[1], así como las de un insigne y experimentado general que acusó por carta pública a sus compañeros de armas “junteros” del fracaso: “Acabamos de ocupar Zeluán, donde he enterrado 500 cadáveres de oficiales y soldados… El no tener el país unos millares de soldados organizados les hizo sucumbir. Ante estos cuadros de horror, no puedo menos de enviar a ustedes mis más duras censuras. Creo a ustedes los primeros responsables, al ocuparse sólo de cominerías, de desprestigiar al mando y alcanzar en los presupuestos aumentos de plantilla, sin ocuparse del material -que aún no tenemos- ni de aumentar la eficacia de las unidades. Han vivido ustedes gracias a la cobardía de ciertas clases que jamás compartí. Que la Historia y los deudos de estos mártires hagan con ustedes la justicia que se merecen.”[2], son sólo un par de muestras de la profunda fractura que produjo en la sociedad y el Ejército aquel maldito verano de 1921.
Era de justicia recordar y premiar a los héroes del Alcántara, y así por fin ha ocurrido, pero aun así surgen muchas preguntas claves que gravitan en el aire y que merecen una sincera respuesta: ¿qué terribles miedos y silencios propiciaron que este expediente se guárdese en un cajón durante regímenes políticos tan diversos como el reinado de Alfonso XIII, la II República, la dictadura y los diversos gobiernos democráticos? ¿Por qué los militares nos ocultamos a nosotros mismos aquel episodio durante tantos años? ¿Qué impulsó a unos pocos hombres a realizar aquellos  terribles sacrificios a pesar de la deshonra que les rodeaba? ¿Qué hubo distinto en aquellas unidades que en medio del pánico y la desmoralización generalizada plantaron cara a la muerte de manera plenamente consciente y sostenida? Y en definitiva, ¿por qué y cómo se levantó la delgada línea roja que separó el valor de unos pocos, frente a la deshonra de muchos?

La educación en el valor
“La excelencia moral es resultado del hábito. Nos volvemos justos realizando actos de justicia; templados, realizando actos de templanza; valientes, realizando actos de valentía”.
Aristóteles

El desastre de Annual no fue ni un hecho puntual ni sorpresivo. La situación en la que se encontraba el Ejército en aquellos años había ya sido diagnosticada desde diversos ámbitos con anterioridad al desastre.
El General Fanjul, a la sazón diputado conservador, ya había lanzado una grave acusación a los entonces diputados -allá por 1919- premonitoria de lo que se avecinaba: «En Marruecos vendrá una catástrofe, y es necesario abrir una cuenta para saber a quién corresponden las responsabilidades, porque llegado el momento del desastre todas caerán sobre un ejército que no tiene las condiciones necesarias para actuar allí, y, entonces, vosotros, hombres públicos, que sois verdaderamente responsables de la política marroquí, encogeréis vuestros hombros y dejaréis caer las responsabilidades en los hombres que visten el uniforme militar» [3].


Pero las palabras más terriblemente aterradoras sobre la situación anterior a la caída de Annual las pronunciaría el 23 de abril de 1921 el segundo jefe de aquel regimiento que ahora ha recibido la Cruz Laureada de San Fernando, el Oficial que meses después derramaría su sangre y la de sus hombres hasta la extenuación. Según atestiguó el diputado Felipe Crespo de Lara en una intervención ante el Congreso en 1922, el TCol Primo de Rivera manifestó ante varias personas -el General Silvestre estaba también allí-  tres meses antes del desastre: «Que la situación en África, por efecto de la inmoralidad reinante y sobre todo por haberse entregado al juego muchos de los jefes y oficiales allí destinados, tenía que producir y no tardando mucho, una verdadera catástrofe.»[4]. Según afirmó el mismo diputado, entre 1920 y 1921 se habían suicidado 47 jefes y oficiales en África, y 41 habían perdido su carrera por fallos de tribunales de honor, la mayoría de ellos víctimas de su vicio por el juego. A ello se le sumaban 59 jefes y oficiales, de éstos 30 en África, acusados de desfalco y malversación de los fondos económicos que iban dirigidos al frente.

 
Los expedientes abiertos por la justica militar en la época –recopilados en el expediente Picasso- demuestran como  no era infrecuente el robo de enseres y recursos destinados a las unidades en la ciudad de Melilla, donde residían cómodamente muchos coroneles y tenientes coroneles jefes de unidad, quedando sus tropas aisladas, desabastecidas y desguarnecidas al mando de capitanes y oficiales que sí compartían las penalidades de sus hombres; certifican como las unidades tenían muchos sueldos sin cobrar; dan testimonio como los jefes de unidad por encima de comandante -debido a las normas que las juntas de defensa soterradamente habían impuesto- se turnaban en el mando para de ese modo equilibrar las posibilidades de obtener los preciados ascensos por méritos de guerra entre todos ellos, sin preocuparse de las consecuencias que su desmedida ambición personal generaba en las unidades.
En definitiva aquel expediente recopilaba y daba fe de innumerables episodios de inmoralidad, corrupción, ambición y deshonor; palabras todas ellas muy gruesas, que aplicadas y demostradas en un ejército en situación de combate, y referidas a sus oficiales y jefes al mando, se constituyen en pruebas de cargo de varios pecados mortales. No hay probablemente acusaciones más graves para un militar. Quizás solo la cobardía en combate pero, desgraciadamente, tampoco faltaría ésta a su cita con aquel desastre. La pregunta que debería abrasar la mente de cualquiera que se haya acercado a aquellos hechos con cierta profundidad es cómo llegamos a aquella situación.

No es fácil dar explicaciones concluyentes, seguramente las razones son complejas y no sólo atañen a los militares. Muy probablemente la sociedad de la época -y eso es referirse a las élites pues los demás no tenían voz- estaba igual de enferma que su Ejército. Así desde luego lo diagnosticaba Ortega y Gasset tras el desastre: “Lo importante es que el pueblo advierta que el grado de perfección de su ejército mide con pasmosa exactitud los quilates de la moralidad y vitalidad nacionales. Raza que no se siente ante sí misma deshonrada por la incompetencia y desmoralización de su organismo guerrero, es que se halla profundamente enferma e incapaz de agarrarse al planeta[5]. Pero además de que el Ejército de la época pudiese ser en gran medida un fiel reflejo de una sociedad enferma, desde el punto de vista militar tenía que haber algo más. Ellos –los jefes y oficiales del Ejército- habían sido formados en otros valores, y habían jurado dar la vida por unos ideales, sin excepción y sin excusas; cabe entonces preguntarse por qué fallaron tan estrepitosamente.
Quizás palabras como la del Archiduque Alberto de Austria, inspector general del Ejército austrohúngaro,  en las justificaba la urgente necesidad de reforma que emprendió en su ejército a finales del siglo XIX, nos ayuden a entender la dinámica en la que se encontraban los ejércitos europeos de la época: “Hay multitud de militares  de mente estrecha que en tiempo de paz se exceden en los detalles, son inexorables en materias de adiestramiento y equipo, y que perpetuamente interfieren en el trabajo de sus subordinados. Esos hombres adquieren por ello una inmerecida reputación y hacen del servicio una gran carga, pero en la realidad, sobre todo, lo que hacen es impedir el desarrollo del valor individual de sus subordinados y retardar el avance de espíritus valientes e independientes. Cuando surge la guerra, estos hombres de mente estrecha, superados por la excesiva atención a detalles y la escasez de normas y reglas a las que atenerse, son incapaces de realizar los esfuerzos necesarios y fallan miserablemente”[6].

Parece muy posible que el Ejército español estuviese en una dinámica similar a la de sus pares europeos a finales del siglo XIX, o que incluso estuviese quizás aún más castigado que otros, debido al desastre del 98 y la desmoralización nacional colectiva que trajo consigo, además de por la crónica falta de recursos que venía sufriendo desde hacía muchos años; y fue precisamente en esa situación en la que afrontó la progresiva ocupación del protectorado de Marruecos.
Entre 1907 y 1919, y a diferencia del resto de ejércitos y naciones europeas que sufrieron la I Guerra Mundial, nuestro Ejército se quedó muy probablemente estancado en la añoranza, acuartelado entre África y la península,  y desmoralizado a la espera del fin de la contienda mundial, contienda de la que había quedado definitivamente excluido.  Probablemente fue en estas fechas cuando  comenzaron a extenderse aquellos vicios difícilmente corregibles: la proliferación de normas, las luchas profesionales intestinas, las corruptelas, la falta de ejemplaridad y, sobre todo, se comenzó a extender la falta del coraje moral e intelectual necesario para señalar y denunciar lo incorrecto, para exponer ante la superioridad las debilidades, los errores y los problemas por miedo a las consecuencias; en definitiva se extendió la conformidad, la estabulación y la deslealtad como comportamientos generalmente aceptables entre los oficiales para seguir medrando profesionalmente.

«La empresa militar de ocupar la bahía no tiene dificultades de gran monta»[7] fueron las palabras que por carta remitió el General Berenguer –Alto Comisario de Marruecos- al ministro Eza sobre el plan remitido por el General Silvestre en 1920 para la tan deseada ocupación de Alhucemas. Mientras decía esto a su superior jerárquico, le escribía a su subordinado también por carta: “Hemos de prever, dada la gran dificultad que, como sabes, existe, o mejor dicho, la imposibilidad de que nos refuercen en plazo breve con núcleos de tropa, que ese alargamiento de la línea, estirándola por un flanco, nos pueda crear una situación débil en toda ella». Esta gravísima disparidad entre lo que se le decía a la superioridad y la realidad sobre el terreno es un claro ejemplo de la forma de comportarse de la cúpula al mando de las operaciones y se debía con toda seguridad a que el General Berenguer no quería “molestar” a sus superiores con detalles que importunasen los ardorosos deseos de la cúpula militar, y de las altas instituciones del estado, que impulsaban con ahínco la expedición y a su subordinado el General Silvestre.
El viejo Aristóteles nos señala en la cita del inicio de este epígrafe que la valentía se ha de educar, y se debe educar practicándola en el día a día con pequeños actos de valor. Para un militar esto significa que el valor se debe educar en el tiempo de paz pues, llegado el momento del combate, es aleatorio –cuando no difícil- que surja. Es decir, el valor se puede y debe educar en el modo en el que un militar afronta la vida diaria, en pequeños asuntos, tomando decisiones complejas en ambientes inciertos e incómodos, y asumiendo daños o pérdidas personales o profesionales como consecuencia de aquellas; también probablemente confiando asuntos y decisiones valiosas a subordinados y compañeros, poniendo en sus manos nuestras vidas y permitiendo así crear lazos de confianza mutua que son difícilmente disolubles. Y es así que el valor nace en tiempo de paz, seguramente, de una diaria batalla mental entre lo cómodo, conveniente y beneficioso para uno mismo y su carrera, y lo honorable y leal, a veces incómodo y peligroso, que muchas veces puede perjudicar a nuestros intereses personales. 

Y es que nadie que no sea capaz de acometer el miedo y el desgate moral que produce defender ideas distintas a las institucionalmente establecidas, y debatir honestamente con los que uno considera los suyos, señalando los posibles errores con prudencia y lealtad, será capaz jamás de afrontar otros riesgos. Es más, el carecer de leal espíritu crítico y de una abierta capacidad de análisis, así como la falta de valor para presentar informes u opiniones incómodas para el mando, produce un serio desarme moral e intelectual que, al perpetuarse, incapacita a la institución y/o sociedad que lo practica.
 
Aquella batalla entre lo incómodo y lo conveniente para sí mismo que sin duda se planteó en la mente del General Berenguer al saber que sus superiores esperaban de él determinadas palabras que no eran ciertas sobre el terreno, fue ganada por la conveniencia de decir lo que sus superiores esperaban sin plantear problema alguno y sin informar lealmente de los graves riesgos que se cernían sobre todo el plan.  El resultado, como ya pronosticó el General y diputado Fanjul, fue que el General Berenguer acabó procesado y separado del servicio por su actuación en esta campaña, asumiendo la máxima responsabilidad de un desastre en el que otros habían también tenido demostrada responsabilidad.

Fue precisamente en este ambiente en el que el TCol Primo de Rivera –aquel que pronosticaba el desastre por la “inmoralidad reinante”- y sus hombres, tuvieron que decidir en aquellos días de julio de 1921 si arriesgaban lo más valioso  que tenían, su vida, en beneficio de unos compañeros a los que probablemente no conocían, unas personas que lo único que tenían en común con ellos era la bandera que defendían. Y es que cuando partieron de Melilla a asumir el contacto con el enemigo sabían ya lo que estaba ocurriendo, y lo hicieron plenamente conscientes de los errores del mando y de las defecciones que aquel día abundaban a su alrededor. Y aun así, cumplieron hasta morir.
Pero no sólo fueron ellos los que aquel fatídico verano se comportaron con extremo valor a pesar de la ignominia reinante a su alrededor. El Comandante Benítez, defensor de Igueriben, nos brindó otra maravillosa lección de valor moral y físico cuando se dirigió en estos términos a su comandante en jefe, el General Silvestre, y le espetó: «Nunca esperé de V. E. recibir orden de evacuar esta posición, pero cumpliendo lo que me ordena, en este momento, y como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola y protegiéndola debidamente pues la oficialidad que integra esta posición conscientes de su deber, sabremos morir como mueren los oficiales españoles». Como ya es sabido, el Cte Benítez murió defendiendo su posición –lo que le valió una Laureada individual-, y la hipótesis más plausible es que el General Silvestre acabó suicidándose[8] en su tienda de campaña cuando todo el desastre era ya un hecho, abandonando a sus hombres cuando más le necesitaban.

 
Estatua en honor al Comandante Benítez en Málaga.
Terribles palabras y terribles historias no tan lejanas en el tiempo. Historias de soldados cuyas consecuencias fueron tan graves que afectaron a toda la historia de España  del siglo XX. Historias cuyos ecos aún llegan hasta nuestros días, sucesos que no deberíamos cerrar en falso sin que nos dejen alguna lección indeleble. Y es que ningún oficial debería desconocer que los hechos en los que participó el Alcántara con tanto honor fueron consecuencia de gravísimos errores del propio Ejército, y que además contribuyeron definitivamente al gran desastre colectivo que se avecinaría para España pocos años después.

Todos deberíamos llevar grabado a sangre y fuego en nuestra mente el que casi con seguridad fue el momento más ignominioso de la historia de los oficiales del ejército español a lo largo de su ya dilatada historia: el desastre de Annual y las circunstancias que lo rodearon. Los jóvenes cadetes, cuando ya tengan unos años de formación y sean capaces de entender la importancia del pecado cometido por sus antecesores, deberían estudiarlo y discutirlo en detalle, y las caras e imágenes de sus principales protagonistas deberían serles tan familiares como las de sus generales y profesores actuales.
Y deberían conocerlo a modo de vacuna, para que ya siempre sean plenamente conscientes de en qué pueden convertirse, y en lo que se convirtieron algunos que, como ellos, un día lejano abrazaron la profesión militar con devoción y que, sin embargo, acabaron fallando terriblemente a su Nación; y para que nadie jamás, ocurra lo que ocurra, repita aquel fracaso moral colectivo, y para que se den cuenta que aquel hecho supone una vergüenza con la que ellos también deberán cargar por el mero hecho de ser oficiales de nuestro Ejército español.

Conclusión
“Intenta no volverte un hombre de éxito, sino volverte un hombre de valor.”

 Albert Einstein
Desde luego la del Desastre de Annual es una de las más cruciales lecciones que recibió nuestro Ejército a lo largo de su historia que no conviene, quizás a veces deliberadamente, olvidar. En él se entremezclan episodios terribles de cobardía, deshonra y deslealtad, con otros, como el del Alcántara, de enorme valor moral y físico; episodios de los que se pueden extraer lecciones cuya esencia es perfectamente aplicable a nuestros tiempos.

Porque  muy probablemente, en lo militar, no desarman ni la carencia de medios, ni la escasez de dineros, ni los flojos soldados, ni los fusiles obsoletos; en lo militar, desarma fundamentalmente la falta de valor intelectual y moral, y éste es el peor de los desarmes, porque conduce inevitablemente al tan temido desarme moral colectivo –el fracaso inevitable de los hombres custodios de las armas-.

 
Muchísimo más importante que legar a las siguientes generaciones de oficiales potentes carros de combate y modernos misiles, mucho más importante que darles licenciaturas e idiomas y relatarles historias de héroes y medallas, es transmitirles un discurso moral sincero y coherente que les prepare para las adversidades, miedos y frustraciones que sin duda tendrán que afrontar en el futuro, como afrontamos hoy, y como afrontaron todos los que lucharon por España antes que nosotros. Porque nunca ha sido fácil servir con honor en los Ejércitos de España y, a buen seguro, tampoco lo será en el futuro.
Pongámonos toda la vacuna contra la deshonra y la desmoralización, expliquémonos en detalle lo que fue el Desastre de Annual, sus consecuencias y sus posibles causas. Y una vez restituida la deuda con el Alcántara, reflexionemos en estos tiempos de crisis sobre por qué tuvimos miedo tanto tiempo a reconocer nuestros terribles errores, y sobre si aquellos vicios que se instalaron en nuestro Ejército en aquellos días, así como si ese miedo a la reflexión crítica y al ser postergados por la incomodidad de nuestras opiniones, perviven en nuestras filas.

 


[1] Indalecio Prieto. Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados (DSCD). 22-12-1922.
[2] General  Miguel Cabanellas Ferrer. El Imparcial. 27 de octubre de 1921.
[3] Joaquín Fanjul Goñi. DSCD. 19-08-1919.
[4] Felipe Crespo de Lara. DSCD. 06-07-1922.
[5] Ortega y Gasset. España invertebrada. 1922.
[6] Archiduque Alberto de Austria. La responsabilidad en la guerra. 1874.
[7] DSCD. 29-11-1922.
[8] Así lo afirmaron años después del desastre el  Cabo Las Heras (su operador de radio) y el propio Abd-El-Krim El Jatabi.

9 comentarios:

  1. Menudos huevos hay que tener para mandar eso.

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  2. José Luis López Rubio18 de diciembre de 2014, 11:36

    Lo cierto es que lo fácil es hacerse herederos de las glorias de los que pasaron antes que nosotros y obviar sus errores; y, tal vez, haya más que aprender de los errores que de los aciertos.

    Excelente artículo amigo. Un abrazo.

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  3. Tendría que haberlo enviado ud. al Grupo de Estudios de Historia Militar. Te lo hubieran publicado sin ninguna duda. Enhorabuena!!

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  4. Me alegro de poder leer de nuevo tus reflexiones, Alijar. ¿Por què la conclusión que destila este artículo me parece igual que la de la novela que escribió Arturo Pérez Reverte sobre Trafalgar? Distintas épocas, mismos errores. ¿ Es que es algo endémico en esta nación?

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  5. De obligada lectura en una sociedad dormida y con un inane ejército de "ingenieros/boy-scouts",que puede propiciar otro Annual en cualquier momento. Enhorabuena por el artículo.

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    1. no conocía su trabajo en memorias de un tambor, ese sí que merece una enhorabuena merecida. De verdad

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    2. intentaré difundirlo entre los mios

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  6. ¿Qué tal fue su experiencia en Afganistán? ¿Volvió tan pesimista como fue?

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