“Sabemos lo que somos, pero no en lo que podemos convertirnos.”
William Shakespeare
Ya han transcurrido dos años
desde que el 01 de junio de 2012 el gobierno de España concedió la Cruz
Laureada de San Fernando al Regimiento Cazadores de Alcántara nº 14 por su
participación en las operaciones de julio de 1921, un tiempo prudencial para
reflexionar con honestidad sobre este singular hecho sin interferir con las
conmemoraciones y homenajes debidos que durante estos dos años se han prodigado
merecidamente. Y deberíamos reflexionar sobre este asunto porque conceder una
Laureada noventa y un años después del hecho de armas que lo motivó es un
acontecimiento realmente insólito, singular y significativo, que no hace más
que subrayar la excepcionalidad en la que aquella actuación heroica del
Alcántara se circunscribió: el desastre de Annual.
Porque la Laureada concedida al
Alcántara y el lúgubre desastre de Annual -con las consecuencias que tuvo en el
Ejército, la sociedad y, definitivamente, en la historia española del siglo XX-
son dos caras inseparables de una terrible misma moneda. La feliz noticia de la
Laureada no puede escamotear a los que hoy conformamos el Ejército el terrible
fracaso moral generalizado en el que se circunscribieron los hechos del
Alcántara, dotándolos, aún si cabe, de mayor valor e importancia; pero no sería
justo -ni aconsejable- pensar que podemos pasar ya la página de los gravísimos
hechos ocurridos en las filas del Ejército español durante aquella campaña.
Algunas palabras posteriores al
desastre, como las de un destacado diputado de la época que afirmó: “estamos en el periodo más agudo de la
decadencia española. La campaña de África es el fracaso total, absoluto, sin atenuantes,
del Ejército español”[1],
así como las de un insigne y experimentado general que acusó por carta pública
a sus compañeros de armas “junteros” del fracaso: “Acabamos de ocupar Zeluán, donde he enterrado 500 cadáveres de
oficiales y soldados… El no tener el país unos millares de soldados organizados
les hizo sucumbir. Ante estos cuadros de horror, no puedo menos de enviar a
ustedes mis más duras censuras. Creo a ustedes los primeros responsables, al
ocuparse sólo de cominerías, de desprestigiar al mando y alcanzar en los
presupuestos aumentos de plantilla, sin ocuparse del material -que aún no
tenemos- ni de aumentar la eficacia de las unidades. Han vivido ustedes gracias
a la cobardía de ciertas clases que jamás compartí. Que la Historia y los
deudos de estos mártires hagan con ustedes la justicia que se merecen.”[2],
son sólo un par de muestras de la profunda fractura que produjo en la sociedad
y el Ejército aquel maldito verano de 1921.
Era de justicia recordar y premiar
a los héroes del Alcántara, y así por fin ha ocurrido, pero aun así surgen
muchas preguntas claves que gravitan en el aire y que merecen una sincera
respuesta: ¿qué terribles miedos y silencios propiciaron que este expediente se
guárdese en un cajón durante regímenes políticos tan diversos como el reinado
de Alfonso XIII, la II República, la dictadura y los diversos gobiernos
democráticos? ¿Por qué los militares nos ocultamos a nosotros mismos aquel
episodio durante tantos años? ¿Qué impulsó a unos pocos hombres a realizar aquellos terribles sacrificios a pesar de la deshonra
que les rodeaba? ¿Qué hubo distinto en aquellas unidades que en medio del
pánico y la desmoralización generalizada plantaron cara a la muerte de manera
plenamente consciente y sostenida? Y en definitiva, ¿por qué y cómo se levantó la
delgada línea roja que separó el valor de unos pocos, frente a la deshonra de
muchos?
La educación en el valor
“La excelencia moral es resultado del hábito. Nos volvemos justos
realizando actos de justicia; templados, realizando actos de templanza;
valientes, realizando actos de valentía”.
Aristóteles
El desastre de Annual no fue ni
un hecho puntual ni sorpresivo. La situación en la que se encontraba el
Ejército en aquellos años había ya sido diagnosticada desde diversos ámbitos
con anterioridad al desastre.
El General Fanjul, a la sazón
diputado conservador, ya había lanzado una grave acusación a los entonces
diputados -allá por 1919- premonitoria de lo que se avecinaba: «En Marruecos vendrá una catástrofe, y es
necesario abrir una cuenta para saber a quién corresponden las
responsabilidades, porque llegado el momento del desastre todas caerán sobre un
ejército que no tiene las condiciones necesarias para actuar allí, y, entonces,
vosotros, hombres públicos, que sois verdaderamente responsables de
la política marroquí, encogeréis vuestros hombros y dejaréis caer las
responsabilidades en los hombres que visten el uniforme militar» [3].
Pero las palabras más terriblemente aterradoras sobre la situación anterior a la caída de Annual las pronunciaría el 23 de abril de 1921 el segundo jefe de aquel regimiento que ahora ha recibido la Cruz Laureada de San Fernando, el Oficial que meses después derramaría su sangre y la de sus hombres hasta la extenuación. Según atestiguó el diputado Felipe Crespo de Lara en una intervención ante el Congreso en 1922, el TCol Primo de Rivera manifestó ante varias personas -el General Silvestre estaba también allí- tres meses antes del desastre: «Que la situación en África, por efecto de la inmoralidad reinante y sobre todo por haberse entregado al juego muchos de los jefes y oficiales allí destinados, tenía que producir y no tardando mucho, una verdadera catástrofe.»[4]. Según afirmó el mismo diputado, entre 1920 y 1921 se habían suicidado 47 jefes y oficiales en África, y 41 habían perdido su carrera por fallos de tribunales de honor, la mayoría de ellos víctimas de su vicio por el juego. A ello se le sumaban 59 jefes y oficiales, de éstos 30 en África, acusados de desfalco y malversación de los fondos económicos que iban dirigidos al frente.
Los expedientes abiertos por la
justica militar en la época –recopilados en el expediente Picasso- demuestran como
no era infrecuente el robo de enseres y
recursos destinados a las unidades en la ciudad de Melilla, donde residían
cómodamente muchos coroneles y tenientes coroneles jefes de unidad, quedando
sus tropas aisladas, desabastecidas y desguarnecidas al mando de capitanes y
oficiales que sí compartían las penalidades de sus hombres; certifican como las
unidades tenían muchos sueldos sin cobrar; dan testimonio como los jefes de
unidad por encima de comandante -debido a las normas que las juntas de defensa
soterradamente habían impuesto- se turnaban en el mando para de ese modo
equilibrar las posibilidades de obtener los preciados ascensos por méritos de
guerra entre todos ellos, sin preocuparse de las consecuencias que su desmedida
ambición personal generaba en las unidades.
En definitiva aquel expediente
recopilaba y daba fe de innumerables episodios de inmoralidad, corrupción, ambición
y deshonor; palabras todas ellas muy gruesas, que aplicadas y demostradas en un
ejército en situación de combate, y referidas a sus oficiales y jefes al mando,
se constituyen en pruebas de cargo de varios pecados mortales. No hay probablemente
acusaciones más graves para un militar. Quizás solo la cobardía en combate pero,
desgraciadamente, tampoco faltaría ésta a su cita con aquel desastre. La
pregunta que debería abrasar la mente de cualquiera que se haya acercado a aquellos
hechos con cierta profundidad es cómo llegamos a aquella situación.
No es fácil dar explicaciones concluyentes,
seguramente las razones son complejas y no sólo atañen a los militares. Muy
probablemente la sociedad de la época -y eso es referirse a las élites pues los
demás no tenían voz- estaba igual de enferma que su Ejército. Así desde luego
lo diagnosticaba Ortega y Gasset tras el desastre: “Lo importante es que el pueblo advierta que el grado de perfección de
su ejército mide con pasmosa exactitud los quilates de la moralidad y vitalidad
nacionales. Raza que no se siente
ante sí misma deshonrada por la incompetencia y desmoralización de su organismo
guerrero, es que se halla profundamente enferma e incapaz de agarrarse al
planeta”[5]. Pero
además de que el Ejército de la época pudiese ser en gran medida un fiel reflejo
de una sociedad enferma, desde el punto de vista militar tenía que haber algo
más. Ellos –los jefes y oficiales del Ejército- habían sido formados en otros
valores, y habían jurado dar la vida por unos ideales, sin excepción y sin
excusas; cabe entonces preguntarse por qué fallaron tan estrepitosamente.
Quizás palabras como la del Archiduque
Alberto de Austria, inspector general del Ejército austrohúngaro, en las justificaba la urgente necesidad de
reforma que emprendió en su ejército a finales del siglo XIX, nos ayuden a
entender la dinámica en la que se encontraban los ejércitos europeos de la época:
“Hay multitud de militares de mente estrecha que en tiempo de paz se
exceden en los detalles, son inexorables en materias de adiestramiento y
equipo, y que perpetuamente interfieren en el trabajo de sus subordinados. Esos
hombres adquieren por ello una inmerecida reputación y hacen del servicio una
gran carga, pero en la realidad, sobre todo, lo que hacen es impedir el
desarrollo del valor individual de sus subordinados y retardar el avance de
espíritus valientes e independientes. Cuando surge la guerra, estos hombres de
mente estrecha, superados por la excesiva atención a detalles y la escasez de
normas y reglas a las que atenerse, son incapaces de realizar los esfuerzos
necesarios y fallan miserablemente”[6].
Parece muy posible que el Ejército
español estuviese en una dinámica similar a la de sus pares europeos a finales
del siglo XIX, o que incluso estuviese quizás aún más castigado que otros,
debido al desastre del 98 y la desmoralización nacional colectiva que trajo
consigo, además de por la crónica falta de recursos que venía sufriendo desde
hacía muchos años; y fue precisamente en esa situación en la que afrontó la
progresiva ocupación del protectorado de Marruecos.
Entre 1907 y 1919, y a diferencia
del resto de ejércitos y naciones europeas que sufrieron la I Guerra Mundial, nuestro
Ejército se quedó muy probablemente estancado en la añoranza, acuartelado entre
África y la península, y desmoralizado a
la espera del fin de la contienda mundial, contienda de la que había quedado
definitivamente excluido. Probablemente
fue en estas fechas cuando comenzaron a
extenderse aquellos vicios difícilmente corregibles: la proliferación de
normas, las luchas profesionales intestinas, las corruptelas, la falta de
ejemplaridad y, sobre todo, se comenzó a extender la falta del coraje moral e
intelectual necesario para señalar y denunciar lo incorrecto, para exponer ante
la superioridad las debilidades, los errores y los problemas por miedo a las
consecuencias; en definitiva se extendió la conformidad, la estabulación y la
deslealtad como comportamientos generalmente aceptables entre los oficiales para
seguir medrando profesionalmente.
«La empresa militar de ocupar la bahía no tiene dificultades de gran
monta»[7]
fueron las palabras que por carta remitió el General Berenguer –Alto Comisario
de Marruecos- al ministro Eza sobre el plan remitido por el General Silvestre en
1920 para la tan deseada ocupación de Alhucemas. Mientras decía esto a su
superior jerárquico, le escribía a su subordinado también por carta: “Hemos de prever, dada la gran dificultad
que, como sabes, existe, o mejor dicho, la imposibilidad de que nos refuercen
en plazo breve con núcleos de tropa, que ese alargamiento de la línea,
estirándola por un flanco, nos pueda crear una situación débil en toda ella». Esta
gravísima disparidad entre lo que se le decía a la superioridad y la realidad
sobre el terreno es un claro ejemplo de la forma de comportarse de la cúpula al
mando de las operaciones y se debía con toda seguridad a que el General Berenguer no quería “molestar”
a sus superiores con detalles que importunasen los ardorosos deseos de la
cúpula militar, y de las altas instituciones del estado, que impulsaban con
ahínco la expedición y a su subordinado el General Silvestre.
El viejo Aristóteles nos señala
en la cita del inicio de este epígrafe que la valentía se ha de educar, y se
debe educar practicándola en el día a día con pequeños actos de valor. Para un
militar esto significa que el valor se debe educar en el tiempo de paz pues,
llegado el momento del combate, es aleatorio –cuando no difícil- que surja. Es
decir, el valor se puede y debe educar en el modo en el que un militar afronta
la vida diaria, en pequeños asuntos, tomando decisiones complejas en ambientes
inciertos e incómodos, y asumiendo daños o pérdidas personales o profesionales
como consecuencia de aquellas; también probablemente confiando asuntos y
decisiones valiosas a subordinados y compañeros, poniendo en sus manos nuestras
vidas y permitiendo así crear lazos de confianza mutua que son difícilmente
disolubles. Y es así que el valor nace en tiempo de paz, seguramente, de una diaria
batalla mental entre lo cómodo, conveniente y beneficioso para uno mismo y su
carrera, y lo honorable y leal, a veces incómodo y peligroso, que muchas veces puede
perjudicar a nuestros intereses personales.
Y es que nadie que no sea capaz
de acometer el miedo y el desgate moral que produce defender ideas distintas a
las institucionalmente establecidas, y debatir honestamente con los que uno
considera los suyos, señalando los posibles errores con prudencia y lealtad,
será capaz jamás de afrontar otros riesgos. Es más, el carecer de leal espíritu
crítico y de una abierta capacidad de análisis, así como la falta de valor para
presentar informes u opiniones incómodas para el mando, produce un serio
desarme moral e intelectual que, al perpetuarse, incapacita a la institución
y/o sociedad que lo practica.
Aquella batalla entre lo incómodo
y lo conveniente para sí mismo que sin duda se planteó en la mente del General
Berenguer al saber que sus superiores esperaban de él determinadas palabras que
no eran ciertas sobre el terreno, fue ganada por la conveniencia de decir lo
que sus superiores esperaban sin plantear problema alguno y sin informar
lealmente de los graves riesgos que se cernían sobre todo el plan. El resultado, como ya pronosticó el General y
diputado Fanjul, fue que el General Berenguer acabó procesado y separado del
servicio por su actuación en esta campaña, asumiendo la máxima responsabilidad de
un desastre en el que otros habían también tenido demostrada responsabilidad.
Fue precisamente en este ambiente
en el que el TCol Primo de Rivera –aquel que pronosticaba el desastre por la “inmoralidad reinante”- y sus hombres,
tuvieron que decidir en aquellos días de julio de 1921 si arriesgaban lo más
valioso que tenían, su vida, en
beneficio de unos compañeros a los que probablemente no conocían, unas personas
que lo único que tenían en común con ellos era la bandera que defendían. Y es
que cuando partieron de Melilla a asumir el contacto con el enemigo sabían ya
lo que estaba ocurriendo, y lo hicieron plenamente conscientes de los errores del
mando y de las defecciones que aquel día abundaban a su alrededor. Y aun así,
cumplieron hasta morir.
Pero no sólo fueron ellos los que
aquel fatídico verano se comportaron con extremo valor a pesar de la ignominia
reinante a su alrededor. El Comandante Benítez, defensor de Igueriben, nos
brindó otra maravillosa lección de valor moral y físico cuando se dirigió en
estos términos a su comandante en jefe, el General Silvestre, y le espetó: «Nunca esperé de V. E. recibir orden de
evacuar esta posición, pero cumpliendo lo que me ordena, en este momento, y
como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando,
dispongo que empiece la retirada, cubriéndola y protegiéndola debidamente pues
la oficialidad que integra esta posición conscientes de su deber, sabremos
morir como mueren los oficiales españoles». Como ya es sabido, el Cte
Benítez murió defendiendo su posición –lo que le valió una Laureada individual-,
y la hipótesis más plausible es que el General Silvestre acabó suicidándose[8] en su
tienda de campaña cuando todo el desastre era ya un hecho, abandonando a sus
hombres cuando más le necesitaban.
Estatua en honor al Comandante Benítez en Málaga.
Terribles palabras y terribles historias
no tan lejanas en el tiempo. Historias de soldados cuyas consecuencias fueron
tan graves que afectaron a toda la historia de España del siglo XX. Historias cuyos ecos aún llegan
hasta nuestros días, sucesos que no deberíamos cerrar en falso sin que nos
dejen alguna lección indeleble. Y es que ningún oficial debería desconocer que
los hechos en los que participó el Alcántara con tanto honor fueron
consecuencia de gravísimos errores del propio Ejército, y que además contribuyeron
definitivamente al gran desastre colectivo que se avecinaría para España pocos
años después.
Todos deberíamos llevar grabado a
sangre y fuego en nuestra mente el que casi con seguridad fue el momento más
ignominioso de la historia de los oficiales del ejército español a lo largo de
su ya dilatada historia: el desastre de Annual y las circunstancias que lo
rodearon. Los jóvenes cadetes, cuando ya tengan unos años de formación y sean
capaces de entender la importancia del pecado cometido por sus antecesores,
deberían estudiarlo y discutirlo en detalle, y las caras e imágenes de sus principales
protagonistas deberían serles tan familiares como las de sus generales y
profesores actuales.
Y deberían conocerlo a modo de
vacuna, para que ya siempre sean plenamente conscientes de en qué pueden
convertirse, y en lo que se convirtieron algunos que, como ellos, un día lejano
abrazaron la profesión militar con devoción y que, sin embargo, acabaron
fallando terriblemente a su Nación; y para que nadie jamás, ocurra lo que ocurra,
repita aquel fracaso moral colectivo, y para que se den cuenta que aquel hecho
supone una vergüenza con la que ellos también deberán cargar por el mero hecho
de ser oficiales de nuestro Ejército español.
Conclusión
“Intenta no volverte un hombre de éxito, sino volverte un hombre de
valor.”
Albert Einstein
Desde luego la del Desastre de
Annual es una de las más cruciales lecciones que recibió nuestro Ejército a lo
largo de su historia que no conviene, quizás a veces deliberadamente, olvidar.
En él se entremezclan episodios terribles de cobardía, deshonra y deslealtad,
con otros, como el del Alcántara, de enorme valor moral y físico; episodios de
los que se pueden extraer lecciones cuya esencia es perfectamente aplicable a
nuestros tiempos.
Porque muy probablemente, en lo militar, no desarman
ni la carencia de medios, ni la escasez de dineros, ni los flojos soldados, ni
los fusiles obsoletos; en lo militar, desarma fundamentalmente la falta de valor
intelectual y moral, y éste es el peor de los desarmes, porque conduce
inevitablemente al tan temido desarme moral colectivo –el fracaso inevitable de
los hombres custodios de las armas-.
Muchísimo más importante que
legar a las siguientes generaciones de oficiales potentes carros de combate y
modernos misiles, mucho más importante que darles licenciaturas e idiomas y relatarles
historias de héroes y medallas, es transmitirles un discurso moral sincero y
coherente que les prepare para las adversidades, miedos y frustraciones que sin
duda tendrán que afrontar en el futuro, como afrontamos hoy, y como afrontaron
todos los que lucharon por España antes que nosotros. Porque nunca ha sido
fácil servir con honor en los Ejércitos de España y, a buen seguro, tampoco lo
será en el futuro.
Pongámonos toda la vacuna contra
la deshonra y la desmoralización, expliquémonos en detalle lo que fue el
Desastre de Annual, sus consecuencias y sus posibles causas. Y una vez
restituida la deuda con el Alcántara, reflexionemos en estos tiempos de crisis sobre
por qué tuvimos miedo tanto tiempo a reconocer nuestros terribles errores, y sobre
si aquellos vicios que se instalaron en nuestro Ejército en aquellos días, así
como si ese miedo a la reflexión crítica y al ser postergados por la
incomodidad de nuestras opiniones, perviven en nuestras filas.
[1] Indalecio
Prieto. Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados (DSCD). 22-12-1922.
[2]
General Miguel Cabanellas Ferrer. El
Imparcial. 27 de octubre de 1921.
[3] Joaquín
Fanjul Goñi. DSCD. 19-08-1919.
[4] Felipe
Crespo de Lara. DSCD. 06-07-1922.
[5] Ortega y
Gasset. España invertebrada. 1922.
[6] Archiduque
Alberto de Austria. La responsabilidad en la guerra. 1874.
[7] DSCD. 29-11-1922.
[8] Así lo
afirmaron años después del desastre el Cabo
Las Heras (su operador de radio) y el propio Abd-El-Krim El Jatabi.